“Ustedes, los argentinos, hablan como Borges y como Cortázar” (*)
Hace un tiempo, una socióloga vasca de paso por Buenos Aires me pidió que la acompañara a hacer el mítico recorrido del colectivo 60 y, en un momento –íbamos las dos en silencio-, se volvió hacia mí y me dijo -con esa capacidad que tiene todo extranjero para percibir la singularidad de un rasgo-: “Ustedes, los argentinos, hablan como Borges y como Cortázar”. Enseguida pensé que exageraba y que lo que la había llevado a esa conclusión elogiosa era su simpatía de recién llegada. Sin embargo, recordé al instante algo que había leído en una de las tantas biografías que se escribieron después de la muerte de Borges; parece ser que cuando regresó de Europa con su familia, en 1921, se encontró con una Buenos Aires cambiada por la inmigración y, extrañando la manera de hablar de los viejos porteños, tomó para sí el desafío de recuperar en Fervor de Buenos Aires, su primer libro de poemas de 1923, esa cadencia singular, que irremediablemente iba a perderse con el aporte del inmigrante que intentaba hacer suyo un castellano que ya distaba y mucho del de la Península. Recordé también cuánto se ha escrito sobre la lengua de los argentinos y cuánto el mismo Borges elucubró sobre el tema.
¿Hablamos como Borges o Borges nos habla? Difícil demarcar qué es de quién, como pretender separar los bienes de un matrimonio antiguo cuando uno y otro han dado vida a un tercero que es parte de los dos.
Leído hasta la década del sesenta como escritor de culto por pequeñas capillas de devotos, el paso de Borges por El Hogar, Crítica y otros periódicos de circulación masiva permite leerlo en otro contexto: escritura en hojas cotidianas y perecederas, que se olvidan en el asiento del tranvía o sobre la mesa del café, y que muestran a un Borges colaborador en diarios y revistas que deslumbra al lector común cuando aúna la reflexión filosófica junto a lo doméstico, mientras ensaya en esos artículos formas retóricas y construye esa su manera tan particular de entrar en la narración que luego volcará en sus ficciones.
Además está el Borges oral, el de los reportajes, las conferencias y las entrevistas. Es que, en la medida en que se fue haciendo popular, ese Borges divertido, de apostillas ingeniosas e ironía maliciosa, que fue repetido hasta el cansancio por quienes lo conocieron o lo leyeron, conformó un nuevo texto que pasó a ser parte indiscutible de nuestra manera de hablar. Tal vez por eso, para los argentinos (aun para los que no lo leyeron), Borges representa un lugar de legítima felicidad.
Para los de mi generación, Borges estaba vivo, dirigía la Biblioteca Nacional, era frecuente verlo sentado en un banco de Plaza San Martín y daba clases de Literatura Inglesa en la facultad. Esa cercanía nos volvía permitida la escritura, alcanzable la publicación y elegir el destino de escritor era por entonces una decisión posible.
Yo leí a Borges por primera vez a los catorce años en un soneto doble: “El ajedrez”, que la profesora de literatura llevó al aula una mañana de clase. La valentía de su pensamiento me conmocionó y durante días anduve rumiando el mensaje oculto, irónico y blasfemo, del último terceto (Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza/ de polvo y tiempo y sueño y agonías?) Y, más allá de la primera sorpresa y el escándalo interno que me provocó, a él le debo la autorización en plena adolescencia para repensar la realidad y sospechar de las estructuras que sofocan.
Cuando entré a Letras, el primer día de clases vi subir a Borges las escaleras de la facultad de la avenida Córdoba del brazo de una joven monísima que le indicaba por dónde poner los pies. “Es Borges”, me dijo una compañera, “se está quedando ciego”. La clase de Literatura Inglesa quedaba pegada a la mía de latín y, más de una vez, aburrida de las declinaciones, me escabullí en la de Borges para escucharlo hablar en inglés antiguo. Un compañero de estudios, aprendiz de poeta, lo abordó a la salida de clase para mostrarle un soneto que acababa de escribir. “Venga a casa y lo comentamos”, le dijo Borges. Sé que unos días después, mi compañero tomó el té en casa del maestro y le leyó su poema y que Borges lo escuchó y lo alentó para que siguiera escribiendo.
Tengo un amigo escritor que dice, y se ríe cuando lo dice, que Borges lo copió. Y la verdad es que más de una vez me he quedado pensando si esta afirmación no es cierta. Hay indudablemente algo borgiano en nuestra manera argentina de hablar, en la eficacia de un lenguaje cuyo vigor reside en la capacidad de representación, de combinatoria imaginativa, en esa activa multiplicación léxica que nos caracteriza tanto como la forma que tenemos de hilar las frases, de trabar la hipérbole, de metaforizar, de andar pensando por afuera de las estructuras, de ironizar y de dudar siempre, que no sé si la hemos heredado de su lectura o si él la tomó del magma fantástico de este amasijo de inmigrantes y criollos que somos los argentinos (en tránsito todavía), y nos lo devolvió después hecho poesía, para mirarnos en ese espejo y saber quiénes somos. Juego especular en el que el que se mira es mirado por sí mismo y se reconoce idéntico y otro. -
(*) Por Adriana Romano (adriromano@yahoo.com), escritora y periodista.
Yo leí a Borges por primera vez a los catorce años en un soneto doble: “El ajedrez”, que la profesora de literatura llevó al aula una mañana de clase. La valentía de su pensamiento me conmocionó y durante días anduve rumiando el mensaje oculto, irónico y blasfemo, del último terceto (Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza/ de polvo y tiempo y sueño y agonías?) Y, más allá de la primera sorpresa y el escándalo interno que me provocó, a él le debo la autorización en plena adolescencia para repensar la realidad y sospechar de las estructuras que sofocan.
Cuando entré a Letras, el primer día de clases vi subir a Borges las escaleras de la facultad de la avenida Córdoba del brazo de una joven monísima que le indicaba por dónde poner los pies. “Es Borges”, me dijo una compañera, “se está quedando ciego”. La clase de Literatura Inglesa quedaba pegada a la mía de latín y, más de una vez, aburrida de las declinaciones, me escabullí en la de Borges para escucharlo hablar en inglés antiguo. Un compañero de estudios, aprendiz de poeta, lo abordó a la salida de clase para mostrarle un soneto que acababa de escribir. “Venga a casa y lo comentamos”, le dijo Borges. Sé que unos días después, mi compañero tomó el té en casa del maestro y le leyó su poema y que Borges lo escuchó y lo alentó para que siguiera escribiendo.
Tengo un amigo escritor que dice, y se ríe cuando lo dice, que Borges lo copió. Y la verdad es que más de una vez me he quedado pensando si esta afirmación no es cierta. Hay indudablemente algo borgiano en nuestra manera argentina de hablar, en la eficacia de un lenguaje cuyo vigor reside en la capacidad de representación, de combinatoria imaginativa, en esa activa multiplicación léxica que nos caracteriza tanto como la forma que tenemos de hilar las frases, de trabar la hipérbole, de metaforizar, de andar pensando por afuera de las estructuras, de ironizar y de dudar siempre, que no sé si la hemos heredado de su lectura o si él la tomó del magma fantástico de este amasijo de inmigrantes y criollos que somos los argentinos (en tránsito todavía), y nos lo devolvió después hecho poesía, para mirarnos en ese espejo y saber quiénes somos. Juego especular en el que el que se mira es mirado por sí mismo y se reconoce idéntico y otro. -
(*) Por Adriana Romano (adriromano@yahoo.com), escritora y periodista.
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