B. Galíndez - 19 jun 2011


OJITOS NEGROS
Por Begoña Galíndez (*()

Las escalinatas de mármol del Cementerio de la Recoleta estaban atestadas de gente; conocidos y desconocidos. Cualquier transeúnte podría haber pensado que se trataba del entierro de algún famoso o un personaje ilustre de la ciudad. Pero no, sólo era Papá, un arquitecto de 66 años, viudo, padre de cinco hijos que había perdido su dura batalla contra el cáncer. Primero de cuerdas vocales, después de esófago, de pulmón y quién sabe de qué más. Fue difícil doblegar al Puma (así le decían sus amigos de chico), pero aún hoy sigo convencida de que la estocada final se la dio Fernando de la Rúa cuando abandonó la Casa Rosada en el helicóptero. Pobre viejo, no lo pudo soportar. La Patria le dolió más que su cuerpo enfermo y, esa misma noche, también nos abandonó. Amaba este país, su tierra, sus raíces, su gente.

El menor de cincuenta y un primos congregó en el cementerio decenas de parientes eternos, que mis hermanos y yo nunca habíamos visto ni siquiera en foto. Uno a uno se acercaron para presentarse y darnos el pésame. Yo saludaba y agradecía como una autómata, sin poder creer que era realidad lo que estaba viviendo. Alrededor de mí veía caras de tristeza y consternación. Por Papá, por nosotros, por nuestro país. Y lo recuerdo como un día gris, nublado, con frío, aunque seguramente nada de ello ocurrió porque a fines de diciembre resulta difícil creer que haga frío en la ciudad de Buenos Aires. Fue un milagro que se hiciera el entierro porque, con los acontecimientos políticos de las últimas horas, no sabíamos si se iba a poder. Es más, creo que hubo algún pariente que faltó a la Recoleta, atemorizado por los cortes de ruta, los saqueos a los supermercados y las penosas muertes del día anterior en la Plaza de Mayo, en la peor jornada de furia y violencia desatada durante el último período democrático.

Había vivido todo desde el sanatorio y tenía la sensación de que lo que transmitía el televisor transcurría en otro país. En la quietud y el silencio de esa última noche, escuché las cacerolas tronar y me sentí acompañada. Había otros que se sentían tan impotentes como yo, tan heridos y angustiados como yo, tan desconcertados como yo. Y no sabían qué hacer con todo eso, hasta que apareció la primera cacerola
que nos liberó, hilvanando esos sentimientos de impotencia que guardábamos en nuestro interior y no sabíamos cómo transformar en acciones superadoras.

Llegó el auto fúnebre y mis tres hermanos, mi marido y mi cuñado llevaron el cajón hasta la capilla que se encuentra apenas traspasando la reja de entrada al cementerio. Los hombres de mi familia, enfundados en trajes oscuros, y nosotras, de negro. Siempre me pareció una antigüedad eso del luto, pero la muerte de Papá había borrado los colores de mi vida y sólo me sentí cómoda con un vestido negro. Nos paramos uno al lado del otro, rodeando el cajón, de espaldas a la calle, mirando al interior del cementerio.

-Nos encontramos aquí reunidos para despedir a nuestro querido hermano- dijo el sacerdote que dirigía el responso-.

No escuché más. Yo no lo quería despedir y más aún, no me interesaba escuchar las palabras de ese señor que ni siquiera lo había conocido. ¿Qué podía decir, si no sabía que preparaba los mejores asados, siempre acompañados por un tinto y alguna zamba en la guitarra? Tampoco sabía que era el ser más divertido del planeta y que, aunque sus chistes no siempre fueran buenos, su carcajada era tan contagiosa que todos nos reíamos igual. Seguro que desconocía cómo se jugaba al “Pulpo Negro” en la pileta. ¿Defectos? Miles, pero me doy cuenta de que la muerte tiene alguna que otra ventaja: afortunadamente, uno sólo se queda con los buenos momentos y lo feo se pierde en la nebulosa del olvido. Enfrascada en mis recuerdos, de repente me encontré rezando el Padrenuestro y volví a esa escena macabra del desconocido que dirigía la despedida de Papá. Levanté los ojos buscando aire, oxígeno, liberación y me encontré con un turista que desde la calle principal del cementerio, apuntaba su cámara de fotos contra nuestro dolor, nuestra intimidad. Me ofusqué, me enfurecí, me indigné. No quise dar la nota, por eso esperé a que se contentara con una toma y siguiera su camino. Pero no, disparó una tras otra desconsideradamente y a la sexta o séptima, fui a su encuentro. Debo haber estado muy alterada porque en cuanto vio que me acercaba empezó a correr hacia el interior del cementerio. No sé por qué lo seguí. Primero por la avenida principal, luego por una de las diagonales que salen del centro y se escabulló entre las callecitas estrechas, esfumándose detrás de la bóveda de la familia de Federico Leloir.

Tardé unos minutos en regresar a la capilla que,  ante mi desazón, ahora estaba vacía. Deduje que no estarían muy lejos y, decidida a encontrarlos, comencé a caminar por el pasillo central mirando hacia uno y otro costado. Fui hasta el fondo que da a la calle Azcuénaga y me topé con la bóveda de Toribio de Ayerza (lo recuerdo porque me impactó la escultura increíble que la adorna), y ni señales de Papá. Angustiada
corrí con desesperación entre próceres, generales y políticos inmortalizados en las esculturas y, en mi búsqueda, dejé atrás lápidas y mausoleos.  Cada minuto contaba, porque una vez que llegaran a la bóveda de la familia, sólo serían como mucho cinco minutos hasta que terminara la ceremonia. De repente, mientras corría en forma paralela a la calle Vicente López, vi una aglomeración en uno de los pasillos laterales y respiré con alivio. Llegaba a tiempo. Aminoré la marcha y me acerqué. Ninguna cara me sonó conocida. Sin embargo, me abrí paso y nada me detuvo hasta llegar al epicentro. Allí, una mujer de edad hablaba en inglés no sé qué cosas mientras señalaba una bóveda de mármol negro que, en la parte superior con letras mayúsculas de imprenta, decía “FAMILIA DUARTE”. Me llevó unos segundos comprender que los que estaban allí, sin ningún cajón delante, eran turistas. Sentí una profunda desazón y me dolió el estómago, recordé las imágenes del televisor con la Plaza de Mayo incendiándose y, no sé por qué, las relacioné con las flores de plástico en los barrotes de hierro de la tumba de Evita.

Casi me desplomo en medio de ese gentío turístico. Había relevado todo el cementerio sin dar con el entierro de Papá. El desconsuelo se apoderó de mí. Huí como pude y, en un pasillo cercano, encontré un mausoleo que tenía una especie de terraza y una pequeña escalera con cuatro escalones de mármol blanco que llevaba hasta la entrada. Me desplomé en un peldaño y apoyé la espalda contra la pared de piedra. Miré al cielo. Ni siquiera supliqué a Dios que me ayudara; había perdido todas las esperanzas. Lloré, lloré y lloré. Primero suavemente, casi en silencio. Luego a alaridos, como cuando era chica, sin importarme si hacía mucho ruido, si alguien pasaba, si me veían. Necesitaba despedirme de Papá y había perdido mi última oportunidad por culpa de un turista curioso. En realidad, por mi culpa. Por impulsiva. Por dejarme llevar justo cuando no debía. Eso  es lo malo de la muerte: no hay vuelta atrás, no se puede reparar. Y eso que el médico me había avisado a mí que quedaba poco tiempo, que les dijera a mis hermanos que vinieran a despedirse. Estuve a su lado esa última semana en el sanatorio, pero siempre hablando pavadas, tonterías. Nunca me animé a decirle todo lo que lo había amado durante todos los días de mi vida, todo lo que lo necesitaba para seguir viviendo, que le agradecía el cariño con el que me había criado y la alegría por vivir que siempre me contagió. No se lo pude decir. Es que no quería que sospechara ni por un segundo que se estaba muriendo. Un guerrero con sus agallas no merecía conocer la derrota de su batalla más importante. Yo quería ahorrarle esa pena. Por eso, a cada rato, salía de la habitación a llorar en el pasillo del sanatorio y cuando me recuperaba regresaba con algún diario, alguna revista o algún chocolate con almendras de los que a él le gustaban. Hice todo lo posible por engañarlo, pero él lo sabía. No era fácil engañar al Puma. En silencio, sigilosamente, como quien vigila a su presa, esperaba lo que yo quería evitar. La última noche que nos vimos salí a la farmacia a comprarle un
remedio que me pidió, porque estaba dolorido (jamás se quejaba), y antes de dejar la habitación lo saludé de lejos, así nomás, con la mano. El juntó los dedos de su mano derecha, los besó con dulzura y me lo tiró con una sonrisa.

-Gracias, pero vuelvo en un rato -le dije despreocupada cuando atajé el último beso y me lo puse sobre la mejilla, sin saber que a mi regreso estaría dormido y que ya nunca más despertaría.

Cerré los ojos por un instante. Me ardían de tanto llanto y, además, necesitaba tranquilizarme. No podía volver a la salida en ese estado. Respiré profundo dos veces hasta que un chistido me sobresaltó y me obligó a abrir los ojos. Miré a mi alrededor y no vi a nadie, sólo tumbas y próceres de mármol. Pero el chistido siguió cada vez más insistente. Comencé a asustarme y vi que las puertas de hierro oxidado de la bóveda donde me había sentado, estaban enganchadas con una cadena que permitía que permanecieran entreabiertas. Pegué la oreja al espacio que quedaba entre las dos hojas, para ver si los ruidos provenían del interior. No creo en las brujas, pero que las hay, las hay.

-Ojitos negros, ahí no, acá.

Esas palabras me helaron la sangre y me paralicé. Solo Papá me decía así, y solo lo hacía en la intimidad, porque ya le había advertido que me daba vergüenza que, a mi edad, me dijera esas pavadas delante de gente. Aunque parezca exagerado creo que mi cabeza fue capaz de hacer un giro de trescientos sesenta grados en busca de quien me hablaba. No vi a nadie con vida.

-A buen entendedor, pocas palabras.

-¿Qué? -Pregunté sin entender.

-Que no hace falta que me digas nada, fui un buen entendedor y supe ver en cada momento compartido todo tu cariño y adoración. Cada vez que de chica corrías a la puerta a recibirme cuando llegaba del estudio y te colgabas de mi cuello, me hacías sentir el hombre más feliz del universo, de la misma manera que, cada vez que íbamos juntos a los rayos, la quimio o alguna curación, iba envalentonado porque no estaba solo. Tu sonrisa me contenía. No te preocupes más, no quedó nada pendiente. Yo te hice perder en el cementerio para encontrarte a solas.

Seguí sin ver a nadie con vida y no me importó. Esa era su voz y a mí me servía. Esperé en silencio unos minutos más, por si tenía algo más para decirme. No volvió a hablar. Sentí que ya no tenía nada que hacer en esa escalera y me dejé llevar por los caminos del cementerio hasta que llegué al Cristo Central y vi el pórtico
de entrada y las caras conocidas que me esperaban. Mi hermana se adelantó para recibirme en sus brazos y, entre enojada y preocupada, me preguntó:
                  
-¿Qué te pasó? ¿Te volviste loca?

-Creo que no -le contesté y la abracé muy fuerte.

= = =


(*) Begoña Galindez 
Me llamo Begoña, no como la flor, sino con eñe. Es un nombre vasco que heredé de mi madre de quien también heredé el amor por las letras. Me recibí de abogada, estudié periodismo un tiempo y ahora juego a escribir historias como ésta.

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