M. Vargas Llosa - 23 Mar 2011

Mario Vargas Llosa: Señor rector de la Universidad Autónoma Metropolitana, señora presidenta del Consejo Nacional de las Letras y las Artes, querido Jaime, señores rectores, señoras, señores, queridos amigos.

Desde que supe que iba a tener este encuentro con los jóvenes estudiantes, mexicanos, me he preguntado muchas veces ¿qué tema podría interesarles más?, ¿qué asunto podría tocarlos más de adentro? y de pronto un día recordé la importancia que tuvo para mí cuando era justamente un joven estudiante universitario, leer un libro de un filósofo que entonces estaba muy de moda en Francia y en el mundo entero, incluida por supuesto América Latina, Jean Paul Sartre. Este libro era un ensayo sobre Baudelaire, un extraordinario poeta, acaso el más grande poeta francés; este ensayo comenzó siendo un prólogo para una edición de las cartas de Baudelaire que, como le había ocurrido a Sartre ya otras veces, creció y se convirtió en un libro aparte, y es una biografía en cierta forma a partir de la correspondencia, como una tesis que Sartre ilustraba utilizando como ejemplo a Baudelaire.

Es un ensayo que comienza con una enumeración de todas las vicisitudes que enmarcaron la vida de este poeta, lo mucho que sufrió desde niño con la muerte de su padre, con el matrimonio de su madre a la que estaba muy pegado con un ser extraño que pasó a tener autoridad sobre él, lo que lo hizo profundamente desgraciado, y luego la incompatibilidad de la vida bohemia,  marginal, provocadora que él tuvo con la sociedad de su tiempo, las tragedias físicas y sentimentales que padeció, desde una sífilis que lo atormentó mucho los últimos años de su vida, sus relaciones dramáticas y atroces con las mujeres… y entonces terminaba él esta pequeña síntesis de las desgracias que padeció Baudelaire de esta manera, decía: “pobre hombre, qué vida tan infortunada, qué desastres los que se abatieron sobre él”; inmediatamente después comenzaba  una serie de preguntas de una índole absolutamente opuesta y decía: “¿y qué si él hubiera merecido todo aquello que le ocurrió? ¿y qué si todos, no sólo Baudelaire, mereciéramos la vida que tenemos, si detrás de todo el infortunio que nos ha perseguido a lo largo de la existencia hubiera una responsabilidad nuestra, una responsabilidad que derivara de ciertas selecciones, de ciertas opciones o de ciertas omisiones que tomamos con todo conocimiento de causa? ¿y qué si realmente fuéramos todos responsables de nuestro destino, si nuestro destino no lo decidiera el azar, no lo decidiera el diablo, ni el buen Dios, sino nosotros mismos?”. Es un comienzo de ensayo que a mí nunca se me ha olvidado y creo que de alguna manera este comienzo de ese ensayo decidió, en parte, mi vida.

Yo vivía en  ese tiempo, como estoy seguro que viven muchos de ustedes los jóvenes, en una gran indecisión, ¿cuál va a ser mi porvenir?, ¿a qué voy a dedicar mi vida? Lo que a mí me gustaba era algo que no parecía tener ningún asiento social, no ser una profesión, no ser un quehacer alimenticio, no ser algo que tuviera un reconocimiento y una aceptación en la sociedad: la vocación de escritor. No conocía nadie en mi entorno, en mi alrededor, que fuera sólo un escritor, los escritores que conocía lo eran los días feriados y los días domingos, eran gentes que practicaban la literatura como un hobbie, como un entretenimiento, como un deporte. Algo que ocupaba los resquicios, los espacios de libertad en una vida dedicada fundamentalmente a otro quehacer, un quehacer que tenía un reconocimiento social: una profesión liberal, un magisterio, un trabajo en la burocracia estatal, etc.

A mi lo que me gustaba era la literatura. Lo que yo hubiera querido hacer era escribir, pero escribir no era posible si se le entendía como una dedicación exclusiva. Entonces un día decía que quería ser abogado, porque había esta creencia infundada de que estaba muy cerca de la literatura. Otro día decía “la abogacía no me gusta, estoy estudiando abogacía pero no tengo un compromiso íntimo con esta profesión”. Entonces decía “periodismo, el periodismo está cerca de escribir, el periodismo es primo hermano de la literatura”. Después descubría que el periodismo no es necesariamente un primo hermano de la literatura y  que muchísimos periodistas no tenían nada que ver con la literatura. Entonces pensaba en la enseñanza, “la enseñanza además deja tiempo libre  y así voy a tener tiempo libre”, pero estaba corroído por las dudas y por la incertidumbre, como estoy seguro que a cierta edad todos los seres humanos hemos vivido: cómo voy a organizar mi futuro.

No les cuento toda mi biografía, no es la razón de ser de esta conferencia. Sí les cuento que terminé Letras y Derecho y decidí que nunca sería un abogado y tuve la suerte de conseguir una beca para hacer un doctorado en España. Recuerdo un día en un café que se llamaba “El Jute” que estaba cerca del Parque del Retiro, ese día recuerdo haber tomado una decisión que me cambió la vida: estaba escribiendo una novela, tenía tiempo gracias a la beca, porque las clases no me quitaban mucho tiempo, podía dedicar horas y horas a lo que realmente me gustaba. “Yo voy a ser escritor, no voy a ser periodista, no voy a ser abogado, no voy a ser profesor, aunque tenga que dedicar mi tiempo para ganarme la vida a esas actividades, pero yo voy a ser un escritor”. Pero qué quería decir en mi vida que voy a ser un escritor: que yo voy a dedicar lo mejor de mi tiempo y lo mejor de mi energía a escribir, y voy a buscar trabajos alimenticios que no sustituyan, no estorben y no perturben esa dedicación fundamental a lo que es mi vocación. Si eso significa que voy a vivir con enormes dificultades materiales, pues que signifique eso. Pero yo sé que voy a  ser infinitamente más infeliz en la vida si yo renuncio por razones prácticas a la literatura. Yo creo que es la decisión más importante toda mi vida.

Desde luego que no pude dedicarme a la literatura, desde luego que tuve que buscar trabajos alimenticios, pero los busqué siempre con esa condición, que fueran trabajos que no perturbaran, no obstruyeran el tiempo que yo creía necesario para escribir. Creo que desde entonces mi vida se organizó mejor que la de antaño. No digo que no tuve dificultades, tuve dificultades enormes. Nunca tuve facilidad para escribir, desde muy joven descubrí que escribir me costaba un enorme esfuerzo, que tenía que invertir una gran disciplina, que tenía que rehacer, reescribir, releer con un espíritu muy crítico lo que hacía, porque lo que hacía me parecía a mí mismo muy malo. Pero de todas maneras, esas frustraciones significaban al mismo tiempo un placer, una forma de placer que pueden entender sólo las personas que tienen el privilegio de dedicar su vida a aquello que les gusta.

Déjenme decirles algo más, voy a cumplir pronto 75 años, así que puedo hablar con la autoridad del viejo: creo que las personas más desdichadas que he conocido en mi vida lo eran, lo son todavía, porque dedican su existencia a hacer cosas que no les gustan, cosas que no les dan tiempo, ni les permiten hacer eso que les gusta y no pueden hacer. Al mismo tiempo creo que las personas menos infelices que he conocido, las que me han dado más envidia, son aquellas que dedican su tiempo, su energía, su esfuerzo a hacer aquello que les gusta. Creo que son una minoría de personas, creo que la realidad está hecha de manera que muchas personas no saben, o no lo descubren sino hasta que es muy tarde, aquello que les habría gustado ser en la vida.

Entonces, ahora sí voy a entrar al tema de la charla, ustedes pensaron que me había apartado mucho en esta charla, pero no. Creo que la primera y la más importante función de la enseñanza, no sólo académica, sino también la escolar, es ayudar a los niños y los jóvenes a descubrir su vocación y convencerlos que si esa es su vocación y si lo tienen claro, deben entregarse a ella porque es la manera mejor de defenderse contra la futura infelicidad. Infelicidad que forma parte de la condición humana de la que nadie puede librarse. Quienes hacen aquello que les gusta, aunque ello les signifique vivir muy modestamente, aunque ello les signifique privaciones y sacrificios enormes, los hace infinitamente menos infelices de lo que serían si dedicaran su tiempo a realizar actividades en las que no creen, actividades que sienten como una traición o un desacato a aquello que íntimamente habrían querido ser y hacer.

Cuál es la consecuencia inevitable de dedicarse a actividades que no comprometen profundamente a la persona: que uno las hace mal, que difícilmente se puede tener éxito, difícilmente se pueden tener grandes logros, si aquella actividad que compromete nuestro tiempo y nuestra energía, íntimamente nos produce un rechazo y una frustración.

Generalmente quien elige una profesión por razones ajenas a su vocación, y muchas veces en contra de su propia vocación, pensando que de esta manera tendrá más éxito, pensando en éxito en el término social y económico de la palabra, lo más probable es que en esa profesión fracase, que sea mediocre y frustrado, lo que es una fuente terrible de amargura en toda historia individual. Y viceversa, cuando uno dedica su existencia y su quehacer y energía a la propia vocación, con ella tendrá más posibilidades de tener éxito, de lograr la creatividad y originalidad, y de que su labor repercuta sobre los demás y le dé una enorme satisfacción. Cuando uno dedica su trabajo a hacer lo que le gusta, uno no tiene la sensación de trabajar. El verbo “trabajar” es un verbo sobre el que pesa una maldición bíblica, fue un castigo divino, fue algo a lo que estamos condenados, como a una punición: ganarnos nuestra vida con el sudor de nuestra frente, trabajando. Pero a quien trabaja en lo que le gusta, el trabajo no le significa una servidumbre, un castigo ni una maldición.

Yo trabajo y trabajo mucho porque tengo una enorme dificultad para escribir, muchas veces sudo tinta, pero gozo sufriendo, sufriendo gozo. No cambiaría por nada ese quehacer. Ver cómo poco a poco lo que era una idea se va convirtiendo en una historia, cómo esa historia que al principio son palabras que parecen muertas, incapaces de despegarse de la página donde están escritas, con el esfuerzo, con la reescritura, con la crítica, con la terquedad, poco a poco dan manifestaciones de salir de la muerte y comenzar a vivir, comenzar a moverse, y cómo de pronto en esa historia, hay unos seres que parecen vivos porque no admiten que uno les imponga cierto tipo de palabras o quehaceres que parecen contradecir su propia personalidad. Allí ha surgido un simulacro de vida, el placer imparable, la inmensa felicidad que eso puede producirme, me compensa y me desagravia  de todos los dolores de cabeza que pude haber tenido en el curso de una dificilísima gestación, y creo que eso lo puede decir cualquiera que se dedique a ejercitar su propia vocación. Quien lo hace, siente en un momento dado que aquello que hace es la mejor recompensa que puede obtener, ejercitar su propia vocación consiste ya en un premio y reconocimiento, organizar la vida de esa manera.

Flaubert decía “escribir es una manera de vivir”; yo creo que cualquiera que vive su vocación, sea esa cual sea, es una manera de vivir, es algo que compromete no sólo las horas, sino todo el contorno, su existencia entera se organiza en ese quehacer que resulta creativo y ese quehacer lo defiende extraordinariamente contra la infelicidad.
Por eso yo creo que es absolutamente fundamental que los jóvenes elijan cuando todavía se puede elegir, porque a partir de cierta edad ya es imposible elegir, y ya la vida ha avanzado demasiado y es imposible recomenzar a partir de cero, pero los jóvenes sí pueden hacerlo.

Los jóvenes sí pueden, como decía Sartre, elegir su vida. Tomar ciertas decisiones o realizar ciertas emisiones que los encaminen de tal manera que lo mejor que hay en ellos pueda convertirse en su quehacer. Si lo hacen de este modo, no quiere decir que van a ser felices todo el tiempo: quiere decir que van a ser mucho menos infelices que si hubieran hecho todo lo contrario, y que aquello que hacen de alguna manera va a aprovechar lo mejor que hay en ellos y que aquello que resulte de un trabajo vivido, de esta manera, con pasión, con amor, va a redundar en beneficio de todos los demás. Creo que un mundo donde todos hagan lo que les guste hacer sería un mundo en el que hubiera disminuido, no desaparecido pero sí disminuido enormemente, la infelicidad humana.

Ahora, es verdad que hay muchas cosas que matizar respecto a estas ideas: no todos pueden elegir con la misma facilidad. Desde luego que si uno nace en una familia acomodada y recibe desde muy joven una magnífica educación y tiene, desde la cuna, resuelto el problema de la supervivencia, pues tiene una comodidad a la hora de elegir que no tiene quien nace en condiciones muy difíciles, a veces de mera supervivencia o subsistencia. Pero aún así, aún en los casos más difíciles siempre se puede elegir. En esto creo que Sartre tenía razón: se puede nacer en un hogar extraordinariamente pobre, se puede no haber recibido una educación o haberla recibido de una manera muy precaria y elemental, siempre quedará un margen de opciones entre las que podemos decidir. Si elegimos lo mejor en función de lo que somos y queremos, estaremos mejor defendidos contra la precariedad de la existencia.

Hace poco, bueno, hace ya más de un año, salió un libro en Estados Unidos editado por una fundación que promueve las ideas liberales, que son las mías, y  del que participó de una manera muy activa mi hijo mayor, que es también un liberal. Y es un libro muy interesante que se llama Lecciones de los pobres, Lessons from the poor, que ¿en qué consiste? Es una encuesta hecha en los cinco continentes sobre empresas exitosas que nacieron de gentes muy pobres, sin ningún tipo de preparación profesional o técnica y sin ningún tipo de apoyo económico, sin créditos, prácticamente del mero esfuerzo manual: una cooperativa agraria en Kenya; una empresa que nació en una ciudad de la sierra en el Perú que quedó aislada en los tiempos del terrorismo de Sendero Luminoso, otra empresa en Argentina, en provincias… todas empresas que nacieron prácticamente de la nada y que han tenido un desarrollo absolutamente extraordinario hasta convertirse en empresas transnacionales enormemente poderosas, empresas que nacieron prácticamente de la nada, lo que parece contradecir todas las afirmaciones, digamos, de los economistas: a veces la necesidad es capaz de encontrar fórmulas para superar todos los obstáculos. Y eso es este libro, pues es un libro que demuestra que si se elige bien, no hay obstáculos que el espíritu humano, el indomable espíritu humano, el espíritu creativo de los seres humanos no pueda vencer.

Creo que ésa debería ser una de las tareas fundamentales de la universidad: ayudar a los jóvenes a descubrir su vocación. Muchos no tienen la suerte que tuve yo, que tienen muchas otras personas, de descubrir precozmente aquello que les gustaría hacer, aquello para lo que están evidentemente más dotados para hacer. La universidad tendría que orientar desde los primeros años a los jóvenes para que puedan, a través de sus propias decisiones, encaminarse en esa buena dirección. Es un error, un gravísimo error, a pesar de que la cultura de nuestro tiempo nos empuja en esa dirección, elegir la profesión que va a comprometer nuestra vida pensando sólo en el beneficio económico. Es verdad que hay ciertas actividades que parecen mucho más proclives a tener beneficios económicos muy elevados, pero elegir en contra de la inclinación íntima y profunda, una profesión por esas consideraciones estrictamente económicas, es un error. Es un error porque nos conduce inevitablemente, si esa no es nuestra vocación, al fracaso, a la frustración, aunque venga acompañada del éxito económico. Sin embargo, la cultura de nuestro tiempo ha identificado la felicidad con el éxito económico, lo cual es una mentira monumental.

Desde luego que la pobreza no garantiza la felicidad ni muchísimo menos, pero una pobreza o una existencia más o menos modesta en la que uno viva de acuerdo consigo mismo, es una forma de vida más envidiable que aquella que se vive en la mentira, en la frustración y en el fracaso aunque esté rodeada de la comodidad y de la prosperidad. Creo que ese es uno de los grandes defectos de la cultura de nuestro tiempo: la cultura de nuestro tiempo ha olvidado, pensando en el éxito, en el desarrollo, en el progreso, exclusivamente en términos materiales y económicos, que la infelicidad y las emociones como la felicidad o la infelicidad no pasan necesariamente por el mismo camino.

Desde luego que hay que combatir las injusticias sociales, desde luego que hay que tratar por todos los medios de crear una sociedad donde haya verdaderamente igualdad de oportunidades, donde todos tengan más o menos un mismo punto de partida y, desde luego, que no hay mejor instrumento para conseguirlo que la educación: una buena educación garantiza extraordinariamente ese espectro de posibles elecciones dentro de las cuales puede estar aquella que concuerda más íntimamente con lo que somos y con lo que queremos. Pero la igualdad de oportunidades, si está regida o regulada por la identificación de la felicidad con el éxito económico, nos empuja más bien hacia la desgracia y hacia la infelicidad. Es uno de los grandes problemas que tenemos con la cultura de nuestro tiempo.

Es una cultura que la universidad debería tratar de reorientar, precisamente porque es una institución que ha nacido con un criterio que no fue, que no ha sido, por lo menos hasta hace relativamente poco tiempo, el del éxito económico como finalidad exclusiva y excluyente. La cultura nació fundamentalmente para defendernos contra la infelicidad. Esa es la razón de ser del nacimiento de lo que llamamos “la cultura”. La cultura es un mundo que creamos como un mundo paralelo al mundo real, un mundo que expresa aquello que el mundo real no puede darnos, aquello que el mundo real es incapaz de ofrecernos, pero que sin embargo nosotros necesitamos, que forma parte de nuestra necesidad vital, esencial. Eso ha hecho que nosotros vayamos levantando en torno nuestro todos esos mundos creados por la inteligencia, por la sensibilidad, por la imaginación, que llamamos la cultura: sistemas de pensamiento para entender de dónde venimos, a dónde vamos, qué somos, qué estamos haciendo aquí, qué cosa es la vida, qué cosa es la condición humana, qué cosa es la muerte. Las preguntas que de alguna manera pueden dar coherencia a la existencia, han nacido de sistemas filosóficos, de sistemas teológicos que son, fundamentalmente, parte esencial de la cultura.

Todos hemos nacido con apetitos que escapan totalmente a nuestras posibilidades reales. Nosotros como seres humanos estamos dotados de una condición que es privilegiada y al mismo tiempo es trágica: el poder imaginar unas vidas distintas a aquellas que tenemos, y no sólo imaginarlas sino también desearlas, y eso hace que en toda vida humana siempre haya un desfase muy grande entre la realidad que vivimos y los deseos que nos soliviantan y que nos impulsan a desear aquello que no tenemos. Bueno, pues los seres humanos hemos encontrado una manera de vivir aquello que en la vida real no podemos vivir a través de la cultura, a través de la ficción y de sus múltiples manifestaciones. Eso es la literatura, leer una gran novela es salir de nosotros mismos y compartir con los personajes de esa novela unas existencias más ricas, más diversas, más intensas que aquella que nos proporciona la vida real. Eso es lo que nos hace vivir la poesía cuando una poesía nos conmueve, cuando la riqueza de lenguaje de imágenes de un poema de alguna manera nos descubre que el mundo es algo más que aquello que vemos a nuestro alrededor. Que hay en el mundo de la poesía una música, unos sentimientos, unas emociones y unas imágenes que nos hacen acceder a un tipo de vida donde hay una belleza, una coherencia y una perfección que jamás encontraremos en la vida real. Saciamos de alguna manera ese apetito de ser otros y de una vida distinta y mejor de la que tenemos. Lo mismo valdría decir de la música, de la pintura, de todas las artes creativas en general. Pues la cultura está hecha para defendernos contra la infelicidad y para darnos aquellos momentos o períodos de felicidad que nos desagravian de los largos periodos o de falta de felicidad o de infelicidad que forman parte de la condición humana y de los que no se libra existencia alguna.

Cuando ustedes hayan salido de la universidad y hayan orientado sus vidas a través de distintas profesiones, empezarán a recordar los años que ahora viven como los años más felices de su vida, ustedes dirán que todos los viejos hablan así, que todos los viejos piensan que todo pasado fue mejor, pero sin embargo, créanme, no hay años más ricos en la existencia que los años que ustedes viven ahora. Y precisamente creo que la riqueza de esos años tiene que ver con la posibilidad de la elección. La vida de un ser humano, eso lo decía también Sartre, es una larga cadena de elecciones. Constantemente tenemos que estar optando entre una opción u otra opción. Pero el periodo de la vida en que las elecciones son más amplias, en que se puede elegir más y mejor entre distintas opciones, es éste que ustedes viven ahora en las aulas universitarias.

Lo maravilloso sería que todos ustedes pudieran recordar estos años como los años en que acertaron con la buena decisión y no, como le ocurre a innumerables personas, como los años en que tomaron la decisión equivocada, en que orientaron su vida en una dirección que luego lamentarían amargamente porque no era aquella que concordaba íntimamente con lo que querían ser. Yo recuerdo mis años de universidad como quizá los más ricos, los más intensos que yo viví, y eso que la universidad en la que yo viví era una universidad de un país que estaba enteramente controlado por una dictadura, la dictadura del General Manuel Apolinar Odría, el “Ochenio” la llamamos en el Perú, que tuvo sometido al país entre 1948 y 1956. Yo fui a la Universidad Nacional y Pública de San Marcos, y fui a ella no sólo porque era la más antigua, sino por la tradición de rebeldía, de inconformismo, de iconoclasia que tenía la Universidad de San Marcos.

La dictadura de Odría en mi familia fue sentida con una enorme hostilidad.  Entonces yo pensaba que en San Marcos es donde habría mayor resistencia a ese sistema que tenía controlada enteramente la vida de los peruanos desde su nacimiento hasta su tumba. Y efectivamente, la Universidad de San Marcos era uno de los pocos focos de resistencia a la dictadura. La dictadura había, por ejemplo, eliminado la política de nuestras vidas, había dado una ley de seguridad interior de la república en la que la actividad política de por sí pasó a ser subversiva. Desaparecieron todos los partidos políticos y la única política posible era la que ejercía el dictador y sus colaboradores.

Era una sociedad en la que había un estrictísimo control de la prensa, en ese tiempo no había televisión, pero sí radios y periódicos y revistas. Y los radios, los periódicos y las revistas tenían que pasar una censura previa para todas las informaciones que daban, en las que por supuesto desaparecían incluso hasta las formas más benignas de crítica al régimen existente. La universidad había sido purgada, había muchos profesores en el exilio, había algunos en la cárcel, había muchos estudiantes también en el exilio y en la cárcel. La dictadura tenía infiltrados en la universidad a soplones disfrazados de estudiantes para delatar cualquier movimiento contra el régimen. De tal manera que en las aulas de San Marcos, en los patios de San Marcos, vivíamos en la inseguridad. Y sin embargo yo recuerdo esos años con enorme cariño y enorme nostalgia, ahí descubrí por ejemplo la historia del Perú que yo prácticamente había desconocido en los años del colegio. Había un profesor, Raúl Porras Barrenechea, cuyas clases eran verdaderamente magistrales, tal vez la memoria me engaña pero creo que nunca he escuchado un expositor tan elegante, tan profundo, tan contagioso como Raúl Porras Barrenechea. Tenía un curso que en apariencia era aburridísimo, un curso de erudición: “Fuentes históricas peruanas”, y no la historia del Perú sino aquellas fuentes en las que se podía estudiar e investigar la historia del Perú, y sin embargo hablaba con tanta pasión y al mismo tiempo con tanta versación de esas investigaciones eruditas que exponía en sus clases, que nos convencía a quienes lo escuchábamos que aquella era la disciplina por excelencia, la disciplina que de alguna manera englobaba y expresaba a todas las demás, y era tan persuasivo, tan convincente en sus exposiciones magistrales que yo mismo, que tenía ya entonces la vocación literaria profundamente arraigada, llegué muchas veces a dudar si no debía elegir más bien la Historia, porque al pasar por Raúl Porras Barrenechea la Historia parecía no sólo la ciencia suprema sino también una forma de creación que ni siquiera la mejor literatura podía comparársele.

Recuerdo el miedo que sentíamos ante los posibles agentes de la dictadura emboscados como estudiantes y recuerdo con emoción y con cariño las pocas actividades que podíamos emprender de resistencia contra el régimen. Difundir mimeógrafos con proclamas contra la dictadura, tratar de organizar los centros federados que el régimen había deshecho con las sucesivas represiones contra la universidad, las amistades que ahí se trabaron y sobre todo el descubrimiento de que el país en el que vivíamos, en el que estudiábamos, era un país plagado de problemas y de injusticias. Que detrás de la dictadura no sólo había represión sino una terrible injusticia social, monstruosas desigualdades sociales y todos los esfuerzos, que eran por supuesto mínimos y nimios, con los que tratábamos de combatir aquella realidad que nos entristecía, repugnaba y encolerizaba. Fueron unos años en los que, yo creo, todos los que los vivimos descubrimos el valor de la libertad. Qué importante es vivir en un país donde la libertad es una realidad y se puede ejercer, y se puede ejercer no sólo votando en unas elecciones o escribiendo artículos críticos contra quienes están en el poder, sino la libertad de decidir su propia vida de acuerdo a sus propias inclinaciones y convicciones, sin ser por ello discriminado ni reprimido. Qué distancia tan enorme hay entre una sociedad que es libre con una sociedad que no lo es, una sociedad donde el grupo gobernante, el grupo que controla el poder puede cometer las peores vesanias y atropellos sin ser siquiera, no digo castigados, sino denunciados por ello y donde al contrario, la mentira puede remplazar enteramente a la verdad en el mundo de la información y convertir a periódicos, a radios, a revistas en unos instrumentos sistemáticos de la desinformación, es decir de la manipulación social.

En nuestra propia vida, en nuestra propia familia, en nuestra propia profesión, la dictadura que vivíamos de alguna manera intervenía corrompiéndola, destruyéndola; era muy difícil estudiar abogacía y escuchar a los profesores de Derecho hablarnos de la ley y de la ética asociada a la ley, cuando el ejercicio de la ley en el Perú era sistemáticamente una irrisión, donde las leyes se daban no para favorecer el bien común sino para justificar los atropellos, los abusos, los privilegios que detentaba el poder.

Todo eso se vivía en esos años por desgracia en casi toda América Latina con muy pocas excepciones, pero yo lo descubrí allí en esa universidad, y en esa universidad creo que nació mi identificación con la democracia, con la libertad, y mi rechazo profundo a toda forma de tiranía, de sojuzgamiento, de represión del espíritu independiente. Allí nació también no solamente mi vocación, sino una manera de  entender la vocación. La literatura podía ser un instrumento, la literatura podía servir no sólo para entretener, para hacernos gozar, para darnos esa vida paralela o complementaria a la vida real que dan las grandes ficciones, sino para abrirnos los ojos y para hacernos sentir más directa y personalmente lo que era la injusticia, lo que era la falta de libertad y las grandes deficiencias que caracterizaban a la sociedad peruana.

Creo que entender la vocación de esta manera entrañaba muchos riesgos, entrañaba el riesgo sobre todo de convertir a la literatura en un instrumento de propaganda política pero, afortunadamente, al mismo tiempo que entendía la literatura de este modo, comprobaba en la práctica cómo una literatura que quiere sobre todo transmitir mensajes cívicos o políticos es una literatura irremediablemente condenada a fracasar, porque se introduce en ello un elemento de propaganda que impide que surja la magia de la ficción y despierta siempre el rechazo de un lector que se siente a su vez manipulado, como dirigido desde las sombras para tener determinadas reacciones psicológicas o emocionales.

La universidad de mi tiempo era una universidad desde luego con muchísimas carencias, la universidad contemporánea las ha superado en muchísimos sentidos y en buena hora, pero la universidad contemporánea ha ido adquiriendo otro tipo, diría yo, de deficiencias, y una de ellas, peligrosísima, desde luego, es el dedicarse a formar sólo especialistas. La especialidad es una realidad de nuestro tiempo, los conocimientos se han diversificado, han crecido, se han especializado de tal modo que ya no hay manera que incluso en una sola profesión uno pueda saberlo todo y, por lo tanto, la especialidad es una necesidad de la realidad del conocimiento contemporáneo. Pero un especialista es una persona encarcelada dentro de un saber que lo incomunica con los demás, con quienes no comparten con él ese saber, y un mundo de especialistas es un mundo de autómatas, es un mundo de seres que saben mucho en profundidad de aquello que es su especialidad y no saben nada de lo demás, y eso hace que puedan perder enteramente la comunicación con el resto de la sociedad y que la sociedad se fragmente cada vez más en unos islotes de seres incomunicados.

Creo que la universidad no sólo no debe propiciar ese tipo de especialización sino combatirla enérgicamente, y combatirla promoviendo aquellos saberes o quehaceres que en lugar de especializar y aislar, incomunicar a los seres humanos, les recuerde que forman parte de un conglomerado en el que lo que comparten es mucho más importante que aquello que los separa o diferencia. Esas son las Humanidades, esas son las Artes y las Letras, esas son las actividades en las que para que existan no puede existir la especialización. Para que exista la pintura es importante que la gente sea capaz de sentir una emoción estética viendo un cuadro o sentir una emoción leyendo un poema o sucumba a la magia, al hechizo, de una historia, sea cuento, novela bien contada o un drama bien escrito y bien actuado.

Las Humanidades nos recuerdan que en lo fundamental somos los mismos, tenemos las mismas reacciones, tenemos los mismos sentimientos, los mismos miedos, las mismas esperanzas y que, por lo tanto, aunque nos especialicemos en los saberes de nuestra profesión, la comunicación entre nosotros debe existir y mantenerse, y esa forma de cultura hoy en día sólo la universidad está en condiciones de promoverla, porque todo fuera de ella tiende a olvidarlo. Los programas de educación que formulan los gobiernos son cada vez más unos programas en los que se promueve la especialización y las Humanidades aparecen como quehaceres más bien prescindibles, un obstáculo para conseguir aquella eficacia de la que hablaba esta mañana una rectora, con mucha propiedad, en el diálogo que tuve la suerte de tener con esos rectores. Esa no puede ser la misión de la universidad, formar especialistas, contribuir a crear un mundo de seres incomunicados y autómatas, porque ese sería un mundo a donde la infelicidad se multiplicaría y haría más infelices y desdichadas a las gentes.

Hay que conciliar la especialización con el recuerdo permanente a través de aquellos quehaceres que formamos parte de una comunidad y que existen de entre nosotros denominadores comunes capaces de resistir a la especialización. Y también que el objetivo fundamental en la vida no es ni puede ser exclusivamente el éxito entendido en términos sociales, económicos o de poder. En realidad el verdadero éxito en una sociedad es haber reducido al máximo la infelicidad humana o haber preparado mejor a las gentes para resistir el infortunio, el fracaso, eso que llamamos infelicidad.

Quiero terminar contándoles una experiencia que tuve yo ahora en Suecia. Entre las actividades que me programaron estuvo la visita a un pequeño colegio de las afueras de Estocolmo, una visita realmente memorable: es un colegio en el que hay niños de distintas familias de inmigrantes que son muy numerosos en Suecia, como seguramente ustedes saben, un colegio en el que había niños que hablaban hasta 19 idiomas distintos y que procedían hasta de 100 países diferentes, es un colegio que está en una comunidad de las afueras de Estocolmo en donde también hay muchos inmigrantes de distinta procedencia. Era extraordinario en este colegio lo que se había conseguido, se había conseguido por lo pronto que todos los niños y niñas del colegio, varios centenares, hablaran sueco e inglés y, además, se había conseguido que los niños estuvieran orgullosos de sus lenguas maternas. De los 19 idiomas que allí se hablaban, el colegio había conseguido profesores de la mayoría de estos idiomas para que los estudiantes a la vez que aprendían el sueco y el inglés, los idiomas comunes, mantuvieran vivo el idioma de sus ancestros y de sus orígenes.

Cuando yo, desgraciadamente tuve una conversación muy breve con el director, yo hubiera querido tener una larga conversación, porque me pareció realmente un modelo de escuela, una escuela creada en función de unas necesidades que tenían que ver con la realidad sueca de nuestros días y la gran afluencia de inmigrantes que esta sociedad ha recibido, pero en la breve conversación que tuve yo con el director, alcancé a preguntarle, ¿pero a qué dedican ustedes su mayor tiempo, su mayor energía, a qué cursos?, y dijeron no, nuestro mayor esfuerzo de todos los profesores en todas las clases consiste fundamentalmente en enseñar a estos niños y niñas a convivir entre ellos, a que entiendan todo lo que hay en ellos de común y lo poco importante que es frente a eso que comparten las diferencias que los separan, dijo, si nosotros conseguimos esto, no importa qué conocimientos, por pocos que sean, puedan sacar del colegio, porque habrán conseguido algo que el día de mañana va a ser inmensamente beneficioso para ellos, para sus familias y para la sociedad sueca, es algo que nos va a permitir vivir en paz. Me pareció realmente maravilloso, maravilloso, que se hubiera creado esta idea, que hoy día es una idea que van a investigar y estudiar de todas partes del mundo como un ejemplo de cómo la educación puede integrar a una sociedad tan tremendamente diversificada desde el punto de vista cultural, desde el punto de vista étnico, desde el punto de vista religioso y por supuesto lingüístico.    
      
Pues veo que ya he llegado al tiempo de poner fin a esta charla, yo quisiera terminar dirigiéndome a los jóvenes que están aquí presentes, deseándoles que elijan bien, deseándoles que investigándose a sí mismos descubran su verdadera vocación y que la asuman con absoluta entrega, con pasión y con amor, porque estoy seguro que a esto no hay ninguna excepción que se le oponga.

Haciendo aquello que en sí mismo significara para ustedes un placer, una realización, serán capaces de dar lo mejor de sí mismos y tener éxito también en ese sentido profundo y mucho más permanente que el del éxito puramente material. Vivir de acuerdo consigo mismos, sin tener sobre la cabeza esa espada de Damocles, de haberse sentido traicionados a sí mismos por haber tomado una mala decisión.

Muchas gracias y mucho éxito y muchas gracias por su paciencia y atención.

Sesión de preguntas

Enrique Fernández Fassnacht: Vianey Castillo Sosa, de la Universidad Panamericana: “¿Cómo contagiar a los docentes de la rebeldía que impulsó a los alumnos en su obra a Los jefes, a buscar la justicia en la educación?

Mario Vargas Llosa:
 Yo creo que una actitud de rebeldía es siempre provechosa, si la rebeldía está siempre bien orientada, ¿no es verdad? Si la rebeldía esta mal orientada, la rebeldía puede ser tremendamente perjudicial para la universidad, para los colegios, para la vida de los propios rebeldes. Pero una actitud crítica, yo creo que sí es absolutamente indispensable y que la universidad debería también propiciarla. El espíritu critico que es absolutamente fundamental, y sin el cual no hay progreso. La sociedad ha cambiado porque en la sociedad ha habido siempre gentes díscolas, inconformes, que no aceptaban el mundo tal como era y que querían cambiarlo. Si querían cambiarlo para mejor, pues en buena hora, creo que eso es lo que explica, digamos, el desarrollo de la civilización. Creo que no hay que confundir el espíritu crítico con el espíritu destructor.

El espíritu crítico se propone corregir el error y no destruir todo lo existente, porque la destrucción por sí misma nada significa.  Hay que destruir lo que anda mal y preservar y mejorar lo que anda bien. El espíritu crítico creo que es absolutamente indispensable, pero el espíritu crítico no debe prescindir de un orden. Hay un orden que es absolutamente fundamental para que haya progreso y para que haya creatividad. El desorden y el caos están reñidos con toda forma de creatividad. Pero el espíritu crítico sí puede perfectamente coexistir con la disciplina y de hecho, los grandes rebeldes han dejado siempre una obra, que fue posible gracias a la perseverancia, a la disciplina, a la constancia. Es una conciliación difícil, pero de esa conciliación nace el verdadero progreso.

Jaime Salinas:
 Erika Petersen comenta que en El sueño del celta, los capítulos se encuentran intercalados, un capítulo transcurre en la prisión, otro en el Congo, otro en el Amazonas o Irlanda, ¿cuál es el efecto que pretendía usted conseguir en el lector con este tipo de estructura narrativa?

Mario Vargas Llosa: Pues dar una idea de totalidad. Mostrar, digamos, cómo esa vida tan contradictoria en la que el personaje principal cambia tantas veces de manera de ser, era en realidad una sola vida. Es una sola vida en la  que cabe la contradicción. Justamente creo que es una de las razones por las cuales el personaje de El sueño del celta me fascinó tanto. Nosotros tenemos una idea de los héroes que es una idea poco realista.  Nos parece que un héroe fue siempre un héroe en todo lo que hizo en su vida y nos cuesta creer que un héroe lo fue en un ámbito determinado de su quehacer y que en otros no sólo no fue un héroe sino un ser incluso reprobable. Esa complejidad creo que es el ser humano. Georges Bataille decía: "el ser humano es aquel donde los contrarios se confunden". Creo que nadie representa mejor esa ambigüedad y esa complejidad del ser humano como Roger Casement. La estructura de la novela lo que quiere mostrar es que hay en todas esas contradicciones de todas maneras una totalidad y una integridad que se daba en la persona de este personaje.

Consuelo Sáizar:
 @campusmilenio, ¿están preparadas las universidades de Latinoamérica para enfrentar los retos de la sociedad del conocimiento?

Mario Vargas Llosa: Supongo que no se puede dar una respuesta única, supongo que hay universidades que están mejor preparadas que otras y algunas que no están preparadas en nada para ese reto. La verdad es que tenemos que ser creativos también en la formación de la universidad en nuestro tiempo, es decir una universidad capaz de enfrentar los retos de un mundo que ha cambiado vertiginosamente. Creo que a lo largo de toda la historia de la humanidad, probablemente el mundo no cambió de una manera tan radical y tan general como en los últimos 25 o 30 años. Lógicamente la universidad, como el resto de las instituciones, está como desfasada frente a un mundo cambiante. Pues tenemos que ponerla al día, y para ello tenemos que invertir también enorme creatividad y audacia, procurando no equivocarnos, porque al igual que le ocurre al individuo cuando elige mal, si una universidad o una institución elige mal, después es mucho más difícil enderezarla y corregir lo que estuvo errado desde un comienzo.

Enrique Fernández Fassnacht: Dr. Ricardo Espinoza de la Unidad Iztapalapa de la UAM: ¿Cuáles son los límites de las licencias literarias en la novela histórica?

Mario Vargas Llosa: Yo creo que no hay límites. Una novela es una novela. Una novela no es un libro de historia. Una novela puede aprovecharse de la historia para fantasear una vida literaria, pero nadie en su sano juicio que sepa lo que es la literatura, debe ir a una novela histórica a buscar una verdad histórica. ¡No! La verdad histórica es un material, es un punto de partida sobre el cual se ha construido una fantasía y esa fantasía puede tomarse todas las libertades del mundo con la historia, porque a diferencia de lo que es un libro de historia, cuyo acierto o cuyo desacierto tiene que ver con el cotejo con un mundo real, un libro de historia que no dice la verdad, que miente o se equivoca al describir la historia, es un libro que fracasa. Ese tipo de verdad no existe para la ficción. La ficción acierta o  yerra no por su cotejo con el mundo real, no por que es una descripción genuina y verdadera de lo que es el mundo real sino internamente, por la capacidad de persuasión que tiene ante el lector.

Si una novela me hace creer aquello que me cuenta, esa novela dice la verdad aunque esté plagada de mentiras históricas, y además, los ejemplos son interminables: Tolstoi, La Guerra y la Paz, una de las mejores novelas que se han escrito en la historia sobre las guerras napoleónicas en Rusia. Los historiadores se han cansado de enumerar las equivocaciones históricas de Tolstoi. Quien que lea La Guerra y la Paz y quede absolutamente subyugado por la fuerza épica extraordinaria con la que se describen esas batallas napoleónicas, le importa un comino que Tolstoi dijera toda clase de mentiras y equivocaciones. Lo que él nos está mostrando no es la guerra napoleónica, es algo mucho más profundo, eterno. Lo que significa la guerra, lo que significa la violencia, cómo reaccionan los seres humanos frente a esa experiencia tan atroz que es la experiencia de la guerra. Eso hacen las novelas históricas. En Los Miserables de Víctor Hugo hay una descripción por ejemplo de la batalla de Waterloo,  son cien páginas de la novela dedicadas a describir esta batalla y es una de las descripciones más conmovedoras que yo he leído nunca de lo que es una guerra. ¿Esta llena de equivocaciones históricas? Sí. Aparentemente plagada de equivocaciones históricas, ¡qué importa! Lo que nos hace entender esa batalla de Waterloo, que Víctor Hugo fantaseó, es lo que significa una batalla, lo que significa la guerra, lo que significa los seres humanos enfrentados a esa experiencia tan atroz. La literatura no es verdad, la literatura es una mentira a través de la cual descubrimos verdades que hasta entonces no se habían podido expresar a través de ningún otro género. Esa es la grandeza, esa la gran originalidad de la literatura, pero no hay que leer la literatura como si fuera una descripción fidedigna, fotográfica de la realidad, la literatura no, sólo la mala literatura es esa. La buena literatura no describe la realidad, crea otra realidad. Una realidad distinta, paralela, infinitamente más coherente, más perfecta y más bella que la realidad real.

Muchas gracias
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