I. Zuleta - 7 Sep 2011


Una tarde en Mar del Plata con el Borges mítico

Se cumplieron 30 años de un reportaje al autor de “Ficciones” realizado por Ignacio Zuleta. Aquel paso de Borges por el invierno marplatense dejó una huella en una generación que entonces lo veneraba. Un extenso e imperdible diálogo que a continuación se reproduce con prólogo del entrevistador.

Ignacio Zuleta

El 18 de agosto se cumplieron 30 años del reportaje a Jorge Luis Borges que se reproduce a continuación. Se trata de una desgrabación de la emisión de ese día por Canal 8 de Mar del Plata que había producido la Dirección de Cultura de General Pueyrredón. El diálogo fue parte de las actividades de Borges en esa ciudad, que incluyeron una conferencia en el teatro Auditorium y un paseo por el barrio Los Troncos junto a Norah Borges -su hermana-, algunos amigos, evocando visitas anteriores del poeta a las casas de Adolfo Bioy Casares y Victoria Ocampo.
Visto en la perspectiva de los años, esa visita de Borges a Mar del Plata dejó mucho. Fue seguida con pasión por una generación de jóvenes que con el tiempo, en la universidad local, han descollado en la crítica literaria, y para ellos la presencia de Borges fue un recuerdo que no olvidaron nunca. Hoy es difícil percibir la dimensión casi mítica que en aquellos años tenían algunos creadores para su público, algo que afortunadamente ya no ocurre.
Acompañaron a Borges también algunos escritores jóvenes que buscaban alguna luz en el autor de “Ficciones”, como Juan Pablo Neyret, “Cachi” García Rey, los hermanos Oscar y Carlos Balmaceda, y Luis Melograno. Tan fascinados estaban que surgieron leyendas entre ese entorno de que alguno le había birlado al vate en la habitación del hotel un calcetín. Nadie lo quiso desmentir; por el contrario, competían por alimentar la verosimilitud de ésa y otras leyendas. Uno de esos jóvenes había mirado lo que no debía cuando acompañó a Borges a hacer aguas menores al baño del Hermitage.
Los organizadores de esa visita me pidieron que mantuviese este diálogo por Canal 8. En ese tiempo, yo era profesor de crítica literaria de la Universidad Nacional de Mar del Plata en la especialidad de Literatura Hispanoamericana y Española. Enseñé muchas veces Borges; he sido siempre un lector atento de toda su obra, de la que presumo tener una comprensión y un conocimiento amplio, he escrito sobre él, pero nunca he militado en la grey borgesiana. Creo que es uno de los grandes escritores de todos los tiempos en todas las lenguas y luce entre los más encumbrados en ese nuevo Siglo de Oro que ha sido el XX en la literatura en idioma español. Lo he disfrutado y me ha deslumbrado más como poeta que como prosista, pese a que la fama se le atribuye a sus cuentos y ensayos.
Pero nunca me han fascinado ni sus ideas ni sus fantasías. Tampoco me deslumbró su frecuentación -que hice desde adolescente en visitas a su casa de la calle Maipú-, recuerdo una tarde junto a él y a José Bianco en la cual competían en decir extravagancias como si buscasen algún tipo de iniciación en ese joven que, borgesianamente, diría que no soy yo, sino otro. Tomé café con él otra vez en el hotel Dorá y antes, de niño, asistí a diálogos en mi casa natal de Mendoza de él con mis padres detrás de una celosía. He caminado con él del brazo como centenares de acompañantes por el centro de Buenos Aires y también por la costa de Mar del Plata (hay un video que ilustró el diálogo por la TV). Pero ni aún con todos esos recuerdos y afectos aunados pude fascinarme ni en lo personal, ni como crítico y lector, con Borges.
Conocerlo, como tratarlo, era casi una obligación generacional, una costumbre que solía tener la gente. Pero no frecuenté su corte, sobre la cual podría escribir un entretenido libro; me ha causado siempre risa la veneración que le dedicaban -y le dedican hasta hoy en guerras de sucesión- al poeta. Tampoco he repetido sus frases ingeniosas ni sus anécdotas, ni he caído en el manierismo de imitarlo en el modo de hablar, algo también común en sus admiradores. Cuento esto no por vanidad sino para que se entienda el tenor del diálogo, que habría sido diferente si hubiera sido emprendido desde la fascinación. Hace 30 años me plegaba más que ahora a quienes han creído que la influencia de Borges ha sido nefasta -como la de Pablo Neruda- en la literatura que lo sucedió. Hoy modero ese juicio y reparto la responsabilidad entre el modelo y sus copistas, para quienes, a partir de Borges, toda guitarra es laboriosa.
Esa posición del entrevistador frente al entrevistado le dio frescura al diálogo, algo que mantiene hoy. También cifró, quizás, la buena fortuna de esta charla, que ha sido publicada en el extranjero (revista “2Plus2” de Suiza, revista “Agulha”, de San Pablo, en traducción al portugués, pero nunca en el país, Navega por el mundo un video desde hace tres décadas. Lo encontré hace algunos años en el archivo de una universidad estadounidense, legado por un profesor fallecido de Kentucky, casi una invención borgesiana. Lo rescató cuando se recordaron los 25 años de la muerte la página web Historia de Mar del Plata, responsable de esta transcripción. La circunstancia de la grabación explica algunas frases. Borges estaba acalorado por las luces del estudio del Canal 8 y en varias oportunidades lo hizo explícito porque la intensidad de los focos lo encandilaba pese a la ceguera. Por eso al final el entrevistador dice que ya es hora de bajar las luces. 

Ignacio Zuleta: Hemos caminado esta mañana con Borges, en un hermoso día que casi parecía primaveral, y mirando el mar nos acordamos de Melville.
Jorge Luis Borges: Es cierto que tiene ese primer capítulo sobre el mar y el sentido, digamos, mágico del mar ¿no? Esa cosa movediza, cambiante.
I.Z.: Misteriosa.
J.L.B.: Sí, que viene a ser un símbolo de nuestra vida, un signo de los tiempos también. Qué raro. Días pasados me leyeron un soneto mío que había olvidado, y que admite por lo menos un verso afortunado. A ver cómo es. Lo digo: “Antes que el tiempo se adueñara del día”. Antes que tal cosa. No. Espere. “El mar, el siempre mar, ya estaba y era”. Y yo había escrito muchos poemas sobre el mar, muchos cuentos, pero creo que esa línea puede rescatarse, bueno, siquiera durante un minuto, ¿no? “El mar, el siempre mar, ya estaba y era”, lo demás es olvidable y ha sido bueno, claramente olvidado.
I.Z.: Usted ha sido el que ha rescatado quizá para el conocimiento de nuestra lengua, a través de sus traducciones a Melville, precisamente.
J.L.B.: Sí.
I.Z.: Recientemente, recuerdo una edición de sus novelas cortas.
J.L.B.: Sí, una novela corta de él, pero qué raro pensar que casi todo lo que se ha pensado, soñado y escrito y eventualmente publicado en América, en las Américas, provenga de una región, la de New England. Piense usted que la Historia no sería lo que es, que no seríamos quienes somos -ya que la Historia es una entidad- sin Emerson, sin Melville, sin Emily Dickinson, sin Thoureau, sin Hawthorne, sin Henry James.
I.Z.: Que todos pueblan la misma región.
J.L.B.: Sí, todos eran vecinos, y muchos de ellos eran hombres genios, en cambio hay, bueno, otros países, otras regiones relativamente estériles, comparando. Yo no sé si los astrólogos tienen alguna explicación para esto.
I.Z.: ¿Usted tiene alguna explicación, Borges?
J.L.B.: No, no tengo ninguna. Encuentro que ese hecho es no menos misterioso que el resto del universo, no es menos misterioso que usted y que yo, por ejemplo. Es muy curioso eso. Ah!, no, y me olvido de otro, de Edgar Alan Poe, que nació en Boston.
I.Z.: Efectivamente, claro. Whitman era de Long Island.
J.L.B.: Bueno, también estaba Mark Twain de Missouri. Bueno, en fin, tenemos otro gran nombre, que era el máximo poeta de su tiempo, Frost, que aunque nació en California, se identifica como un poeta de New England.
I.Z.: Robert Frost.
J.L.B.: No sé si he mencionado a Emily Dickinson, creo que sí, a quien está traduciendo ahora una gran escritora, que espero no olvidemos, Silvina Ocampo, que está preparando un libro, una antología, de Emily Dickinson.
I.Z.: Que ha sido recordada en Buenos Aires, no sé si usted sabe.
J.L.B.: Sí, me dijeron en una pieza de teatro.
I.Z.: Que se llama “Emily”, que tiene mucho éxito en Buenos Aires en este momento.
J.L.B.: Sí, pero no la he visto.
I.Z.: Hay un revival de Emily Dickinson, ¿no?
J.L.B.: Y con toda razón. Ahora, ¡qué raro! Ella era amiga de Emerson, cambiaron muchas cartas. Ella dijo, frase que solemos olvidar, que la publicación no es parte esencial del destino de un escritor. Que lo importante es soñar, escribir, pero que en cuanto a publicar, eso es aleatorio. Y casi toda su obra ha sido publicada póstumamente. Se encontraron en casa de ella, yo estuve en su casa, uno de esos pueblos de New England...
I.Z.: Amherst.
J.L.B.: Sí, exactamente, sí. Sin embargo, son lugares distintos, como las ciudades del norte de Italia, por citar un ejemplo ilustre. Bueno, se encontraron cajones de la casa que estaban llenos de versos, y juntándolos se han publicado ediciones más o menos completas, aunque siempre aparecen cartas porque ella gustaba mandar cartas en verso, y muchas naturalmente se perdieron. Qué raro, era la mujer más sola, quizá.
I.Z.: Vivió recluida años.
J.L.B.: Sí, y quizás más apasionada de América o de las diversas Américas, y que ha dejado esa obra espléndida. Yo recuerdo estos versos ahora: “Farewell is all we know of heaven, and all we need of hell”. “La despedida es todo lo que sabemos del cielo, y todo lo que precisamos del infierno”. Ese carácter dual de la despedida ¿no? Es quizás el modo más intenso de estar con alguien, de saber que esa vez es la última, la despedida es quizás la forma más vívida de la presencia, ya que contiene toda la riqueza de la ausencia, de la inmediata ausencia, además. “And all we need of hell”. “Y todo lo que precisamos del infierno”. Con eso nos basta, con eso tenemos cielo e infierno. Creo poder recordar tantos versos de Emily Dickinson.
I.Z.: Aquí Emily Dickinson nos habla a través de Borges, como esta mañana, por ejemplo nos hablaba Paul Groussac.
J.L.B.: Yo no me atreví nunca a conocerlo a Groussac. Como era un hombre muy rígido, que me daría mi merecido, Ernesto Palacio quiso presentármelo, yo no me animé a conocerlo, como casi no me animé a conocerlo a Lugones tampoco, y luego nos dimos valor Eduardo González Lanuza y yo. Fuimos a visitarlo a Lugones. Cada uno tenía miedo de que el otro lo viera no sé, un poco adulador de Lugones. Fuimos muy impertinentes con él. Lugones, que era un hombre muy inteligente se dio cuenta de eso, y nos perdonó nuestras impertinencias, lo cual era raro en él, un hombre tan severo, tan difícil, pero se dio cuenta de que éramos impertinentes por timidez, o por no ser demasiado elogiosos, ya que los dos profesábamos el culto a Lugones. No podíamos ver una puesta de sol, todos los muchachos del momento sin recordar: “Y muero como un tigre al sol eterno”, por ejemplo, o pensar un jardín sin recordar: “El jardín con sus íntimos retiros / al otro lado del sueño, fácil jaula”. En el caso de Groussac, yo diría que lo más importante no es cada uno de sus libros, sino el estilo. El hecho de que él encontró una música nueva del castellano. Y Alfonso Reyes que fue tan indulgente conmigo, a quien siempre me es tan grato recordar, me dijo: “Bueno, Groussac me ha enseñado cómo debe escribirse el castelllano”. Eso me lo dijo Reyes, quizá el mejor prosista de la lengua castellana, en éste o en otro siglo, de éste o del otro lado del Atlántico.
I.Z.: Sería en este caso Groussac, siendo nuestro “Conrad”.
J.L.B.: Es cierto, sí. Qué trágico el destino de Groussac. Porque él escribió: “Ser famoso en la América del Sur no es dejar de ser un desconocido”. Lo cual es cierto, entonces. En el suelo americano él no era famoso, y ya no podía serlo, y no aspiraba a serlo.
I.Z.: Pero nos enriqueció.
J.L.B.: Nos enriqueció, y él no sabía que cumplía con ese destino platónico suyo de enseñar el buen manejo del castellano a quienes solían perderlo, en lo que Lugones llamaba: “prosa de sobremesa”, o en una prosa muy retórica en el sentido más melancólico de la palabra. Y si algo se ha hecho después, fue gracias a Groussac y gracias a Lugones.
I.Z.: Bueno, estamos recordando la figura de Lugones, al que hemos mencionado, y Lugones es uno de los primeros poetas que introduce el tango. Usted recuerda, habla de la habanera por allí, y luego...
J.L.B.: Sí, pero a él personalmente no le gustaba. Él dijo “ese reptil de lupanar”. Al mismo tiempo, me recitó versos que él decía que eran de Contursi, que yo creo escritos por él. Porque yo he hablado con la hija de él, que se llama Gladys Contursi, inevitablemente, ¿no? Bueno, Gladys es Claudia en galés, sí. Y él me recitó unos versos que no recuerdo ahora, que atribuyó a Contursi y que yo creo que eran invención de él. El usó el nombre de Contursi como rima en Lunario Sentimental, rimándolo adecuadamente con “cursi”.
I.Z.: Usted ha escrito tangos.
J.L.B.: No. No he escrito un solo tango en mi vida. He escrito muchas milongas. A mí la milonga me parece, bueno, superior al tango, desde luego. El tango viene a ser como la decadencia de la milonga, sobre todo el tango sentimental, y sobre todo lo que se ha dado en llamar tango ahora, que no se parece a un tango, ¿no? Lo que escribe este señor ¿Cómo se llama? Pianola. No sé cómo.
I.Z.: Piazzolla
J.L.B.: Ah!, bueno, Piazzolla, como quiera usted. No. Yo he escrito muchas milongas. La milonga corresponde, creo realmente a la tradición popular. La milonga es algo que le hubiera gustado, digamos, a Ascasubi, por ejemplo, y no porque el tango no le hubiera interesado. Él no podía conocerlo. Hay una estrofa del Martín Fierro, que se habla de un baile, y él busca esas tres rimas, que son chandango, fandango y creo que guarango, y si la palabra tango hubiera estado disponible, él la hubiera usado. Pero creo que era imposible, ya que el Martín Fierro se publica en el año setenta y dos, y se supone que el tango nace en los prostíbulos, puede ser del Rosario, en un barrio que se llama Sunchales, en Rosario norte, en los prostíbulos de la calle Yerbal, al sur de la península de Montevideo, o en lo que se llamaba el barrio tenebroso de Buenos Aires, los lupanares de Lavalle y de Junín, que eran el centro de la rufianería entonces. Los instrumentos del tango según un soneto de Marcelo Delmaso eran piano, flauta y violín. Creo que en la Boca usaban ya un instrumento alemán, el bandoneón. En cambio la milonga era popular y usaba un instrumento popular, la guitarra, ya que antes en Buenos Aires, uno no podía caminar por la calle sin oír no digo gente que tocaba la guitarra, pero sí gente que templaba la guitarra, no sé si sabían tocarla. Yo he sido amigo de payadores, y tengo la impresión que no sabían tocar la guitarra, sabían templar la guitarra, sabían dos o tres acompañamientos, y luego podían payar incesantemente, pero no tenía ningún sentido lo que decían, ya que al pueblo lo que le interesaba era la forma. Si los versos eran más o menos octosílabos, todo andaba bien; en cuanto al sentido, nadie se preocupaba. Yo recuerdo con Mastronardi una noche, entramos en un almacén, en la calle Canning, en Palermo, y un señor con una guitarra nos saludó, y nos dijo algo a nosotros:
“Siéntese con eminencia / en el sillón soberano / si se sienta su presencia / se habrá sentado lo humano”, lo cual no quiere decir absolutamente nada, pero son versos bien medidos y que riman, lo cual era lo importante para los payadores.
I.Z.: Ahora usted, frente al tango no tiene gustos entonces definidos, usted lo rechaza como forma o...
J.L.B.: Es algo sentimental que me desagrada, pero no los tangos viejos, los que se escribían cuando yo era chico, que eran dos: El Choclo y La Morocha. Yo creo que se hicieron otros tangos. Entonces había mucha música sentimental, mundana, francesa, hecha de estilos, desde luego muy tristes, la zamba no había llegado a Buenos Aires, tampoco, y el tango se oía muy de tanto en tanto. Usted puede vivir en Buenos Aires sin escuchar un tango nunca. Creo que en Montevideo pasa lo mismo, ¿no?, que sin embargo son las dos ciudades del tango. Ahora milongas he escrito muchas y todas tratan de hombres reales, es decir, de cuchilleros o de uno de mis barrios, Palermo, sobre todo del lado de la penitenciaría, en los fondos de la Recoleta, que lo llamaban “la tierra del fuego”, y otras más recientes, de cuchilleros de Turdera, cerca de Adrogué, cerca de Lomas. Es decir, del norte y del sur.
I.Z.: ¿Y usted escribió estas milongas pensando en la música que luego se puso, o iba a componerlas como poemas?
J.L.B.: No, a mí me propuso esa posibilidad Guastavino, que me dijo: “Usted va a escribir unas milongas”, y yo le dije :”No sé, yo creo que no”. Pero una mañana me desperté, y sin querer, ya había compuesto una milonga, y se la di a él, creo que se llama “Milonga de los dos hermanos”, está basada en un hecho que ocurrió en Turdera. Yo estuve hablando hace un mes, con la sobrina de uno de los asesinos, uno que mató a su hermano. Y Félix de la Paolera tiene una fotografía muy linda del rancho de los Ibarra. Frente al rancho de los Ibarra hay un árbol, no sé qué árbol será -en botánica soy tan exiguo como en mis otros conocimientos- pero sé que está lleno de herraduras, puestas ahí para desear buena suerte, no se cuántas había, quince o veinte herraduras, y creo que ya no existe. Esa fotografía fue sacada hace muchos años, y De la Paolera la tiene. De la Paolera, que me vincula tan gratamente a Cuyo, donde me doctoraron por primera vez en la vida, y después otras universidades han plagiado a Cuyo. Harvard, La Sorbona, Tucumán, La Plata, Oxford, todas esas. Ese doctorado es el que me conmovió más, claro. Y era el primero. Jamás había soñado ser doctor. Yo era un vago bachiller ginebrino, pero llegar a doctor, así en un acto en un gran teatro, fue una gran sorpresa para mí, y eso llegaba desde tan lejos, desde Mendoza. Más lejos antes que ahora, ya que viajamos en tren, salimos al alba de Retiro, y llegamos al alba del otro día a Mendoza, y Félix de la Paolera había estado toda la noche caminando de arriba abajo, sin dormir. Bueno, no había mucho que hacer en Mendoza, nos esperó en la estación y nos llevó al hotel. Y al lado del hotel recibí ese doctorado que me ha conmovido más.
I.Z.: ¿Podemos hacer una pausa, Borges?
J.L.B.:

* * * * * * *

I.Z.: Estuvimos hablando de la milonga, y yo recuerdo que en uno de los films que se hicieron sobre libreto suyo y de Bioy, se cantaba una milonga muy hermosa, era en la película “Invasión”.
J.L.B.: Sí, pero ese libreto fue muy cambiado, habían barajado el orden cronológico de la historia. No sé por qué lo hicieron. Habían barajado de tal modo la película. Habían empezado por el fin, luego venía el principio, luego la parte del medio. Por qué se hizo así, no lo sé. Yo suministré creo que dos de las muertes, pero yo no soy responsable del texto y menos del orden en que se filmó.
I.Z.: Ahora usted, junto con Bioy Casares...
J.L.B.: Hicimos dos films: “Los orilleros”, y “El paraíso de los creyentes”.
I.Z.: ¿Se filmaron?
J.L.B.: No, creo que no. Nosotros tuvimos escasa fortuna cinematográfica, o mucha porque a lo mejor eran malos los films. No se sabe.
I.Z.: Pero historias suyas fueron filmadas.
J.L.B.: Pero con escaso éxito, salvo una que incluso es muy superior al original, lo cual no es decir mucho: “Hombre de la esquina rosada”, por René Mugica. Luego hubo una película muy disparatada, llamada “Días de odio” -el director luego me pidió disculpas por lo que había hecho- que era realmente absurda, basada en un texto mío, basada en un cuento mío: “Emma Zunz”. Y ahora creo que han hecho un film que adolece de incesto, de homosexualidad, de esos factores, sobre el cuento mío “La Intrusa”; no sé cómo lo han conseguido, manchado de homosexualidad e incesto,  pero parece que se ha hecho.
I.Z.: ¿Podrá verse, con todo eso?
J.L.B.: No. Espero que no, espero que lo raspen todo. Ahora yo no sé si es posible censurar algo omitiendo algo. Si un texto está contaminado, digamos, no puede cambiarse. Por ejemplo, una gran novela, “The picture of Dorian Gray”, de Wilde, está de algún modo manchada de homosexualidad, aunque no se menciona eso en ningún momento. De modo que yo no creo que la censura pueda proceder por mutilaciones, puede proceder por omisiones o por prohibiciones. Mutilaciones no sirven.
I.Z.: Ahora, ¿usted no había puesto todo esto en “La Intrusa”?
J.L.B.: No, nada de eso. Yo precisamente había hecho que los personajes fueran hermanos, para alejar toda sospecha de una rivalidad. Pero ahora resulta que no, que se consigue eso, que además de hermanos, son homosexuales, de modo que mis previsiones han sido malas, han sido contraproducentes.
I.Z.: Un editor, hace algunos años, recogió sus crónicas de cine.
J.L.B.: Sí, pero esa colección fue mal hecha, porque faltan las principales. Una revista que dirigió Carlos Vega... Se basaron en lo que yo publiqué en Sur, y sólo pusieron... Ahora por qué el investigador no se tomó el trabajo de consultar quizás otras publicaciones, yo no sé. Yo prefiero no ser juzgado por esa colección incompleta.
I.Z.: ¿Qué cine le gustaba Borges, como crítico y como espectador?
J.L.B.: Me gustaban mucho los films del oeste, y siguen gustándome, a pesar de mi ceguera. Me gustaban mucho los films épicos de Joseph Von Stenberg, no los que hizo con Marlene Dietrich, que eran lamentables, pero aquellos films llamados por ejemplo “La ley del hampa”, “La batida”, esos films en los que trabajaban Bancroft y Colbert. Yo he comentado esos films, que me gustaban mucho; esos films épicos, digamos. Y creo que Orson Welles, que nos dejó ese film “Citizen Kane”, es un discípulo, en todo caso digamos, un heredero de Von Stenberg. Silvina Ocampo me dijo que el mejor film que había visto era “El Conde de Chicago”, también de gangsters. Ahora, todos sentimos, cuando empezó el cine hablado, que eso empobrecía al cine, era una lástima que el cine, que era un lenguaje de imágenes, oral, cayendo inmediatamente en manos de la ópera. Todos pensamos: “Qué lástima, que ahora es hablado”. A quienes nos gustaba el cine, lo sentíamos de ese modo, lamentamos eso.
I.Z.: Era cargarlo de anécdotas.
J.L.B.: Sí, de anécdotas y al principio, era intolerable porque eran simplemente óperas fotografiadas. Usted veía abrir la boca a Jeannette Mac Donald o a Maurice Chevalier, no son espectáculos tan agradables que digamos. Ni el énfasis de la fotografía. Me gustaban mucho las películas de Buster Keaton. Me parece muy superior a Chaplin, y que tiene la ventaja de no ser nunca sentimental, en cambio Chaplin era vanidosamente sentimental desde el principio hasta el fin en sus películas.
I.Z.: Y se dice que Chaplin nunca toleró el sonido.
J.L.B.: Él pudo trabajar con los mejores actores del mundo, pero prefirió trabajar con una serie de mascotas, digamos, donde él tenía siempre el rol principal. El personaje que provocaba risa o lágrimas era él, donde él siempre tenía el personaje principal. Yo creo que las primeras películas eran buenas, por ejemplo, aquella que se llamó “La Quimera del Oro”, “The Gold Rush”. Una linda película. Últimamente, he visto poco cinematógrafo, no sé si la opinión de un ciego puede ser muy valedera. Después vino la ceguera, así que no tengo derecho de hablar del cinematógrafo, aunque he oído muchas veces “West Side Story”.
I.Z.: La película musical, donde aparecen los portorriqueños...
J.L.B.: Los portorriqueños, que más bien parecen andaluces.
I.Z.: ¿La música le resulta grata?
J.L.B.: Me gusta Gershwin, desde luego, y Porgy and Bess.
I.Z.: Borges ha sido aficionado a la música. ¿Qué le dice la música a Borges?
J.L.B: Yo no puedo hablar de música, soy un sordo musical, aunque me enternecen mucho los blues, los spirituals, y sin ningún derecho, la música de Brahms. Yo no sé si seré poeta o no... Yo creo tener oído para el verso y para la prosa. Yo creo que hay oído para el verso y para la música o para lo que se llama música. Bernard Shaw hablaba de “rol music”.
I.Z.: Rubén Darío.
J.L.B.: Y a quien le gustaba la música era a Shakespeare, que habla mucho de ella.
I.Z.: Hablábamos de Lugones en su momento, y ahora ha salido Darío. ¿Significa algo Darío para la formación de su poética?
J.L.B.: Yo creo que Darío tiene ante todo, una importancia histórica. Él renueva muchas cosas. No sé si fue un poeta. Yo creo que no. Yo creo que su importancia fue, digamos, métrica, sobre todo, como la de Lugones también, haber innovado pero no sé si eso basta para ser un poeta. Quizá sobra, pero ya es otra cosa. No sé si en una antología debe figurar. Pero se tiende a juzgar a los escritores por su importancia en la historia de la literatura. Por ejemplo, yo creo que Capdevila era un gran poeta, pero como no ejerció ninguna influencia, no se lo recuerda. Banchs tiene un libro espléndido, no se lo recuerda. En cambio, hay poetas menores que han modificado el curso de la literatura. Son recordados por los lectores. Creo que son dos hechos distintos. Lo importante es no haber influido en la historia de ese género, sino ser excelente en ese género, ser inolvidable en ese género.
I.Z.: La obra de Joyce, “Ulises”, es una obra que tendría esa importancia histórica.
J.L.B.: Pero qué raro que la novela no depende de líneas, tampoco de páginas, tampoco de capítulos, sino del conjunto, Dédalus y Bruce, pero no los conocemos, en el sentido en que conocemos, digamos, los personajes de Conrad. En el caso de Joyce quedan frases irreproducibles.
I.Z.: Quizá era un poeta que no encontró su género.
J.L.B.: En las poesías que había dejado, ya había encontrado su voz. No sé por qué se le ocurrió dedicarse a la novela menos verbal, digamos, ya que la novela es ante todo el recuerdo que la novela deja. Sin embargo, uno recuerda el mundo, o el mundo de Dickens o el mundo de Conrad, o el mundo de Cervantes.
I.Z.: De los escritores españoles contemporáneos, quizás Unamuno es uno de los cuales más se identifica usted.
J.L.B.: No como modelo de estilo, ya que buscaba la fealdad, la oquedad, pero sí como un hombre que es un pensador incesante.
I.Z.: ¿Qué obra recuerda usted de Unamuno con mayor afecto?
J.L.B.: Los ensayos. Yo creo que los ensayos. Creo que la vida de Quijote y Sancho fue un error. Creo que Cervantes lo madrugó a Unamuno, ¿no? Yo perdí mi vista como lector en el cincuenta y cinco. Una antología de Quevedo, una antología de Lugones.
I.Z.: Quizás los españoles se hicieron más eco de la polémica aquella que hubo, entre Lugones y Herrera. Quién había plagiado a quién.
J.L.B.: A los crepúsculos del jardín, pero si uno piensa que habían sido publicadas en revistas tan poco esotéricas como Caras y Caretas, indiscutible. Herrera había muerto, él había sido amigo de Herrera, la viuda vivía. Pero luego, cuando Lugones muere, en el año 1938, tres escritores orientales repiten esa anécdota, ese hecho. Todos ellos sabían que Lugones era el maestro, y lo dijeron muy honrosamente.
I.Z.: ¿Ya podemos bajar un poco la luz, ¿no?
J.L.B: Creo que sí.
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