QUERIDA CALESITA

Buenos Aires es una de esas pocas ciudades en el mundo, que en cualquier momento puede sorprenderte.

Hoy al mediodía partimos con mi mujer y con los dos chicos más chiquitos, con la idea de hacer “un picnic” en algún lugar de Palermo.

Fuimos a la Plaza Palermo Viejo, que es una manzana entera, limitada por las calles Armenia, Costa Rica, Malabia y Nicaragua.

Varias veces hice este tipo de “picnics” en ciudades como New York, Roma o París, que son famosas por esos lugarcitos que tienen un encanto especial, en donde puede tirarse a comer un sándwich y a literalmente “no hacer nada”.

Pero la verdad es que lo que encontramos en la Plaza Palermo Viejo me dejó helado, ya que supera ampliamente todo lo que conozco.

Una lindísima plaza, llena de árboles, plantas y flores muy bien cuidados, muy limpia, con lugares bien delimitados para juegos, en donde la arena parecía la de una playa del Caribe, y con un espacio con mesas y bancos de cemento para comer.

En ese lugar, comimos, con el típico mantel de picnic y todo.

Un guardia vestido muy prolijamente y de trato muy amable, cuida que todo esté en orden, que nadie ensucie ni rompa nada, y que nadie haga algo que pueda ponerlo en riesgo o poner en riesgo a otros.

La seguridad está garantizada por policías y mujeres policía, con caras muy amigables, que todo el tiempo recorren el lugar.

Rodeando la plaza hay una muy completa feria de artesanos.

Y la frutilla de la torta, es la calesita…

Una calesita de verdad, como las calesitas a las que me llevaban a mí cuando era chico.

Mi "querida calesita".

Esa de la que uno, siempre desagradecido con las que cosas que hacen linda la infancia, muchas veces se olvida.

¡No lo podía creer!.

Andaba perfectamente bien.

Estaba limpia.

¡Era como haber viajado de golpe al pasado y estar en una plaza, allá por el año 1970...!.

Una señora y un chico, los dos muy agradables y muy concentrados en los suyo, la manejaban.

Ella vendía boletos y fichas, mientras que él subía y bajaba a los chicos y manejaba la famosa “sotija”, esa que uno se desesperaba por agarrar (“se decía “sacar”), ya que significaba una vuelta más sin pagar.

Me encantó ver que la calesita no pierde su encanto.

Con 3 y 4 años, los dos más chiquitos disfrutaron de la calesita como lo hacía yo.

¡Qué bueno que uno pueda encontrarse de repente con esas cosas!.

No todo está perdido… :-)